En nuestro país, el acceso a una vivienda digna se ha convertido en una lucha constante, una batalla que enfrenta a la mayoría social trabajadora contra la especulación inmobiliaria y financiera que, desde hace décadas, amenaza con despojar a las familias de uno de sus derechos más fundamentales. La crisis de la vivienda no es un fenómeno nuevo, pero en los últimos años ha cobrado una nueva dimensión, impulsada por factores como el aumento de los precios, la falta de regulación y la creciente influencia de los fondos buitres en el mercado inmobiliario.
La especulación con la vivienda, que se manifiesta en diversas formas, desde el aumento desproporcionado de los alquileres hasta el acoso inmobiliario, es un problema que afecta a todos. No se trata solo de quienes buscan comprar una casa o alquilar un piso; también afecta a quienes llevan años viviendo en sus hogares y ahora son víctimas de la codicia de inversores que ven en la vivienda un negocio lucrativo, y no un derecho humano.
Los especuladores necesitan que no existan leyes que limiten su capacidad de actuar, y por ello, luchan incansablemente por desregular el mercado. En este contexto, las familias trabajadoras, aquellas que dependen de su salario para vivir y que no tienen más riqueza que su trabajo, son las más afectadas. La falta de regulación efectiva en el mercado inmobiliario permite que estos actores operen impunemente, generando una espiral de exclusión que afecta tanto a quienes buscan una primera vivienda como a aquellos que luchan por no perder la que ya tienen.
La situación se agrava cuando consideramos el impacto de las políticas monetarias en los hogares más vulnerables. El aumento de los tipos de interés, por ejemplo, ha elevado la carga financiera sobre muchas familias, que ven cómo sus hipotecas se encarecen de manera insostenible. Este es solo uno de los tantos factores que hacen evidente la necesidad de una intervención estatal más decidida, que proteja a los ciudadanos de la voracidad del mercado.
En este contexto, las moratorias en los desahucios hipotecarios y de alquiler se han erigido como un salvavidas esencial para miles de familias que, de otra manera, se verían en la calle. La reciente prórroga de estas moratorias hasta 2028 es una victoria significativa, pero es crucial entender que estas medidas, aunque necesarias, no son más que un alivio temporal. No podemos permitir que se conviertan en la única respuesta a un problema mucho más profundo. Es fundamental que estas moratorias vayan acompañadas de una legislación integral que garantice una protección real y duradera para todas las familias vulnerables.
Sin embargo, es fundamental reconocer que el problema de la vivienda va más allá de la cuestión económica. Es un problema profundamente social, que tiene su raíz en la mercantilización de un derecho esencial. La vivienda no puede ser tratada como una mercancía más, sujeta a las reglas del mercado y a la lógica del beneficio rápido y desmedido. Necesitamos un cambio de paradigma, una transformación en la manera en que entendemos y gestionamos este derecho fundamental.
Para lograrlo, es imprescindible la movilización social. Solo con la presión de la ciudadanía, organizada y consciente de sus derechos, se pueden conseguir avances significativos. El camino no es fácil, y los obstáculos son muchos, pero la historia reciente nos ha demostrado que la movilización y la acción colectiva pueden hacer la diferencia. Es hora de que, como sociedad, nos unamos para exigir que el derecho a la vivienda deje de ser una promesa vacía y se convierta en una realidad tangible para todos. La lucha sigue, y no podemos permitirnos retroceder.
Fuente: Mundo Obrero