Sin el Octubre de Asturias, el tejido frentepopulista que sustentó el acuerdo político vencedor de las elecciones de febrero de 1936 seguramente no hubiera sido posible
Seguramente el nonagésimo no es un aniversario demasiado redondo, pero sí una buena oportunidad para recordar, superando las limitaciones de la nostalgia, pero asumiendo el deber del reconocimiento, a quienes protagonizaron la que ha sido calificada como la última revolución obrera en Europa. La Comuna asturiana, comenzó pronto a ser denominada así, no sólo porque pretendía genéricamente —como decía Marx de la de París— “asaltar el cielo”, sino por su fuerte espíritu de lucha y su soledad épica, motivos que tal vez inspiraran las palabras de Romain Rolland cuando apuraba el símil —al menos así se le atribuye—, calificando el movimiento revolucionario de Asturias como el más hermoso vivido desde el episodio parisino.
En todo caso, no debemos ni sobredimensionar ni rebajar la importancia de la revuelta o revolución frustrada de octubre de 1934, que duró en Asturias dos semanas —la quinta parte de la de París— y provocó poco más de un millar de muertos, la mayoría de ellos revolucionarios. Ha sido interpretada de muchas maneras, atendiendo a sus propósitos; por ejemplo, aplicándole la falsa dicotomía de revolución defensiva —contra el fascismo— u ofensiva —contra el capitalismo—, cuando sus protagonistas consideraban que ambas cosas eran lo mismo o resultaban complementarias. Se ha discutido mucho sobre el papel de los diversos factores que la provocaron. Uno, fundamental, era sin duda la radicalización y el desengaño de los trabajadores con las reformas de la República, insuficientes para desarmar la resistencia de la clases dominantes —aunque capaces de provocar su alarma— y escasas o lentas para satisfacer los anhelos populares. Se olvidaba, como ya señalara Saint Just en una de sus frases brillantes, que una revolución hecha a medias cava la tumba de los que la realizan.
Pero incluso este choque entre la amplitud de las expectativas populares y lo magro de los resultados inmediatos se acentuaba con la ofensiva reaccionaria —la ya iniciada y la que se preveía— tras las elecciones de 1933. Todo ello en un contexto internacional de desarrollo de los fascismos en Europa y necesidad de resistir a su triunfo desde las organizaciones obreras, frente a la alternativa poco halagüeña de ser llevados como ovejas al matadero. Por eso se popularizó el lema “antes Viena que Berlín”, es decir, mejor ser derrotados luchando que dejar que accediera al poder el fascismo (identificado en España, acertada o erróneamente, pero no sin argumentos, con la derecha católica, la CEDA) por la vía legal y, a partir de ese momento, aplastara al movimiento obrero, como sucedió en Alemania.
También se ha hablado de las diferencias de Asturias: una clase trabajadora numerosa y fuertemente organizada, el papel de agitación de la prensa obrera (sobremanera el diario Avance), la unidad (una Alianza Obrera particularmente entre las dos grandes fuerzas, socialistas y anarquistas) o la disponibilidad de armas (dinamita de las minas o fusiles de las fábricas). Todos ellos son factores que marcan el papel especial asturiano y las causas de la revolución; todos son importantes para una explicación integral.
Contar los sucesos de Octubre de manera comprensible está, lógicamente, fuera de las posibilidades de un texto de estas dimensiones. Habría que hablar de los gruesos errores de los dirigentes socialistas nacionales, responsables de una chapuza organizativa verdaderamente monumental. Pero también de los militantes (socialistas, anarquistas, comunistas o sin partido) que generosamente pusieron su vida en el tablero —usando la expresión manriqueña— por una sociedad mejor; como esos mineros tiznados de negro que, como se ha dicho, salieron de las entrañas de la tierra para asaltar el cielo. Afortunadamente, el Octubre español, y particularmente el asturiano, cuentan con suficientes estudios, narrativos (como el recientemente reeditado de Paco Ignacio Taibo II) o más analíticos para quienes estén interesados en conocerlo en profundidad.
Quienes defienden la gran falsedad de que la revolución fue un golpe contra la democracia con el que se inicia la guerra civil, son quienes pretenden exculpar a los golpistas del 36
En todo caso, hay al menos una falsedad y dos paradojas que merece la pena resaltar, por sus enseñanzas para el presente o su incidencia en los “debates culturales” de nuestros días. La gran falsedad es que la revolución (en España en general y en Asturias en particular) fue un golpe contra la democracia con el que realmente se inicia la guerra civil. Además de responder que es propio de indocumentados confundir una revolución social con un golpe de Estado, la aviesa intención de este tipo de afirmaciones pretende exculpar a quienes realmente sí ejecutaron un golpe en el sentido estricto año y medio más tarde: los militares, con el apoyo de las distintas derechas antirrepublicanas. Por cierto, los mismos que defendieron el “orden social” en octubre de 1934.
El argumento es utilizado por historiadores que, además, niegan el carácter democrático de la República, por su supuesto sentido excluyente y espíritu radical, y de paso atribuyen un valor precursor de nuestra democracia actual ¡al régimen oligárquico y caciquil de la Restauración! Y, por supuesto, enaltecen al régimen del 78 por su mesura, y lo consideran democrático especialmente en la medida en que —a la manera lampedusiana— lo cambió todo para que nada esencial (los intereses y las hegemonías sociales de fondo) se modificara.
Entre las grandes paradojas del Octubre asturiano, hay una que tiene que ver con el hecho de que se trata de una revolución social (anticapitalista) dirigida en gran medida por cuadros del Sindicato Minero socialista, caracterizado por su posturas moderadas y gradualistas; personajes que, además, pertenecían o sintonizaban más con las posiciones “prietistas” (centristas) que con las “caballeristas” (izquierdistas) dentro del PSOE y la UGT. Ello nos lleva al menos a dos reflexiones: el papel que las aspiraciones de las bases desempeñan a veces en las organizaciones, aun a contrapelo de sus dirigentes, y la necesidad de no “esencializar” (sino de historizar) las relaciones entre lo “reformista” y lo “revolucionario”.
La segunda paradoja es que un movimiento de carácter netamente revolucionario, al estilo del ejemplo ruso, abre el camino, a corto plazo, a una reconsideración táctica que no sólo supone dejar de lado la vía violenta, sino ampliar la política de alianzas, más allá de las fuerzas obreras, a la pequeña burguesía democrática. El Frente Popular y la vía electoral venían a reemplazar, sin solución de continuidad, a la Alianza Obrera y la acción armada. Sin el Octubre de Asturias, que propicia, entre otras cosas, la primera aproximación entre las internacionales socialista y comunista, y sin el factor político y emocional de las campañas de solidaridad con los represaliados por el movimiento, el tejido frentepopulista que sustentó el acuerdo político vencedor de las elecciones de febrero de 1936 seguramente no hubiera sido posible. Y fue el Partido Comunista quien mejor supo, en esos momentos, leer el signo de los tiempos y, a la vez que glorificaba a los revolucionarios de Octubre y su esfuerzo heroico, desechaba la táctica entonces usada para el inmediato futuro.
Podríamos analizar también las debilidades de Octubre: subrayar su deficiente preparación, e incluso el voluntarismo extremo de quienes lo desencadenaron sin que existieran condiciones que lo hicieran posible. No olvidemos que, siguiendo el famoso esquema de Lenin, una parte importante de los de abajo ya no querían seguir como estaban, pero en cambio los de arriba sí podían hacerlo, y además no existía la crisis del Estado imprescindible para que triunfara una revolución.
Los métodos de la revolución —decía Bertolt Brecht— no son revolucionarios, sino que dependen de la lucha de clases. Es obvio que los tiempos han cambiado y los viejos procedimientos que se vieron obligados a utilizar quienes querían justamente cambiar el mundo y acabar con un sistema opresor no son ya los propios de nuestros días. Pero no podemos renegar del esfuerzo de quienes —como decía Lissagaray en su crónica de la Comuna de París— poseen el gran mérito de “haberse atrevido”. No se trata sólo de (como decía el anarquista Vanzetti) “ofrecer flores a los rebeldes que fracasaron”, cultivando en cierto modo la reconfortante estética de la derrota, sino de ser capaces de integrarlos sin vergüenza y darles su lugar en la tradición de la izquierda que quiere seguir aspirando a cambiar el mundo de base, con sus errores y sus aciertos. Contaba Saramago al final de su novela Alzado del suelo que, cuando los campesinos tomaban las tierras en la Revolución de los Claveles, con ellos iban los vivos y los muertos de las luchas que les precedieron. Los hombres y las mujeres de Octubre son, en el mismo sentido, nuestros compañeros de viaje, inseparables de las luchas por la futura sociedad de hombres y mujeres libres e iguales.
Fuente : Francisco Erice en Mundo Obrero