Los mayores hitos en política de vivienda en los últimos años los ha supuesto la Ley de Vivienda y el Escudo Social.
Este último se ha venido aplicando como una suerte de “protección” a las familias de clase trabajadora desde el confinamiento, incluyendo en materia de vivienda la tan cacareada “prohibición de los desahucios”. Sin embargo, la realidad ha dejado patente que se trata más de una proclama propagandística que otra cosa; a pesar de que algunos de los casos más dramáticos han podido revertirse, la necesidad de acreditación de vulnerabilidad para que desde el juzgado se pueda interrumpir la orden de desahucio hace que existan casos en los que, por no darse esa acreditación a ojos de la justicia, el desahucio se ejecuta igualmente. En otros casos, al concederse simplemente moratorias, se alarga la agonía de las familias trabajadoras que saben que serán igualmente desahuciadas, pero un poco más tarde.
En cuanto a la Ley de Vivienda, se ha tratado de una reivindicación histórica de los movimientos por la vivienda (PAH, Sindicato de Inquilinas…) que pretendió ser canalizada por Unidas Podemos en el Gobierno de coalición la pasada legislatura. La intención inicial de integración de las demandas de los distintos agentes del movimiento vecinal quedó opacada por la necesidad de que la ley, en su globalidad, llegase a ser un “punto de encuentro” entre los intereses de estos y los de arrendadores y propietarios.
Puede verse el punto de conflicto evidente desde el momento en el que los intereses de ambos grupos son antagónicos y se encuentran sometidos a la lucha de clases. El papel de la ley ha quedado, por tanto, en intentar mitigar mediante política pública las contradicciones entre ambos sectores. Algunas de las medidas van destinadas a hacer un trasvase de fondos del Estado hacia propietarios y arrendadores a cambio de apaciguar las consecuencias de la especulación para las familias trabajadoras (por ejemplo, con los bonos para jóvenes o con las compensaciones por alquiler social/limitación de la subida de precios). Esto, de la mano de la renuncia de la ley a pujar hacia la baja los precios del mercado mediante el fomento de un parque público de vivienda (medida que podría aplicarse simplemente desde una óptica keynesiana tibia), deja patente que los primeros intereses en blindarse son los de los especuladores y capitalistas, que ven sostenidos sus beneficios por el Estado.
Por otro lado, los límites a la subida del alquiler que propone la ley no solucionan ningún problema de fondo, que es que los alquileres están ya disparados y son ya inasumibles, como reflejan los datos del apartado anterior. Si el Estado no interviene para obligar a su bajada, el problema de los altos precios ni siquiera se reducirá.
Cierto es que en algunas cuestiones la Ley de Vivienda supone un beneficio y avance en derechos para la clase trabajadora (haciendo que sean los arrendadores quienes asuman los cargos económicos de los contratos, por ejemplo, o reduciendo el número de viviendas en propiedad que hacen que se considere a alguien gran tenedor, que baja de diez a cinco), pero vemos que, en lo esencial, se blindan los intereses del Capital, al que no se le ponen apenas limitaciones para seguir reproduciendo su ganancia en el mercado inmobiliario.