Calificar al otro como rancio puede resultar divertido para tu parroquia, pero no habremos aportado ningún argumento para invalidar el del otro y, mucho menos, para poder convencerle de nada
A estas alturas ya nadie discute el bajo nivel en el que ha caído el debate político e intelectual en nuestra sociedad. Sin duda, el imperio de las pantallas y lo audiovisual que se ha impuesto, en detrimento de la palabra, ha tenido un papel fundamental.
Es habitual que desde la izquierda nos explayemos señalando ese deterioro y embrutecimiento en las filas de la derecha, pero creo que también sería bueno que intentemos evitar la simplificación, el supremacismo y la soberbia en nuestro discurso. Al fin y al cabo, el objetivo es convencer a los ciudadanos, no despreciarlos y humillarlos porque no compartan nuestras ideas.
Me voy a centrar en dos palabras, dos calificativos más bien, que usamos con frecuencia desde la izquierda para descalificar desde una altanería intelectual que, sin embargo, no contienen ninguna sustancia argumental.
La primera de ellas es “rancio”. Llevamos unos años que, desde una progresía cosmopolita y posmoderna se recurre al calificativo de “rancio” para criticar o despreciar a personas o ideas.
Como todos es sabido, rancio, según la RAE es un alimento que, por el paso del tiempo ha perdido su sabor. También la RAE contempla rancio como despectivo para personas y lo define como “Dicho de una persona: Anticuada o de ideas pasadas de moda”.
El problema es que, ante un argumento, un ideario o una determinada tesis de análisis, alguien piense que se le puede desautorizar por la mera calificación de rancio. Acusar de rancio a los demás, intentado presentar lo tuyo como moderno, fresco y actual, supone la ausencia total de argumento, el vacío intelectual. La frivolidad como único argumento: lo moderno es bueno y es lo mío, lo antiguo es malo y es lo tuyo.
Calificar al otro como rancio puede resultar divertido para el resto de tu parroquia, pero estaremos de acuerdo en que no habremos aportado ningún argumento para invalidar el del otro y, mucho menos, para poder convencerle de nada.
Las ideas y los argumentos son más complejos. Hay valores antiguos y tradicionales valiosos y repudiables. Hay elementos nuevos que son apreciables y otros que suponen un retroceso. Pero explicarlos y defenderlos intelectualmente requiere de argumentos, por eso algunos prefieren resolverlo con el señalamiento de rancio y ahorrarse neuronas.
El otro vocablo es el de “cuñado”. Se utiliza el término para indicar que alguien, además de ir de listillo para todo, aplica argumentos manidos y simplones, casi todos replicados de un pensamiento reaccionario y popular.
La política no consiste en demostrar que tú eres mejor que los demás, sino en que tus propuestas e ideas son mejores para todos
El problema es que acusar de “cuñado” también es igual de manido y simplón. En estas pasadas fiestas navideñas, la prensa de izquierdas, intentando ser pizpireta y amena, incluso algún partido, prepararon unos «argumentarios para neutralizar a cuñados en Navidad». Pero, si lo piensas bien, si comienzas calificando al otro de cuñado y tu argumento es de cuatro palabras preparadas en un folleto, quizá el que está ejerciendo de cuñado eres tú.
Al final y al cabo, si tienes un cuñado sentado en la mesa, él también tiene otro, que eres tú.
En conclusión, que determinadas palabras o calificaciones están bien para los chistes de El Jueves, pero quizá la izquierda deba aspirar a algo más. Insisto en que la política no consiste en demostrar que tú eres mejor que los demás, sino en que tus propuestas e ideas son mejores para todos.
Fuente: Pascual Serrano en Mundo Obrero